A la vera del camino

Los árboles se amontonaban al costado del sendero. Las hojas en sus ramas oscilaban entre amarillas, rojas y cobrizas, aunque los colores se multiplicaban a la luz del crepúsculo otoñal. El camino se interponía entre las montañas y lo que parecía ser un extenso valle. Algún citadino hubiera dicho que reinaba el silencio, pero los infinitos sonidos del bosque no se le hubieran escapado a quien tuviera oídos para apreciarlos.

Parecía imposible que algo perturbara el éxtasis que esta escena provocaba en mis sentidos, cuando escuché los pasos apresurados de alguien que se aproximaba por el camino. No, no eran pasos apresurados, era más bien el ruido que produce quien corre desesperado. Me puse de pie rápidamente y, antes de que me diera cuenta, ya estaba a buen recaudo tras una roca que se encontraba detrás de la línea de árboles.

Pasada la primera emoción, se me ocurrió que quizás la persona que venía corriendo no era peligrosa sino alguien que venía huyendo de un peligro. La idea me pareció adecuada, puesto que si hubiera querido hacerme daño probablemente se hubiera acercado en forma más sigilosa. No hay miedo que la razón no venza, me dije, cuando escuché, en lapsos irregulares, el grito repetido de quien clama por ayuda mientras corre por su vida.

La alegría provocada por la confirmación de mi deducción previa y mi impulso inicial de salir al rescate del desconocido, se vieron interrumpidos (luego de dar un par de pasos) por la repentina idea de que lo que estaba haciendo era profundamente irrazonable. Pensar antes de actuar me había prevenido de muchas situaciones desagradables en mi vida. Cierto es también que la mayoría de interacciones humanas terminaban apareciéndome como desagradables al ser consideradas más detenidamente, y esta no era una excepción. Dos alternativas se revelaban como posibles. O bien el peligro no era tal y quien corría en mi dirección era un loco (digno de ser evitado), o bien era un cuerdo y lo mejor que yo podía hacer era mantenerme en mi escondite y rogar que quienes fueran los perseguidores no notaran mi presencia al atravesar el tramo en cual me encontraba.

Retrocedí nuevamente, y al intentar recuperar mi posición anterior, tropecé y caí contra la misma piedra que me había servido como refugio.

Al abrir los ojos descubrí que un delgado hilo de sangre descendía por mi sien. ¿Me habrían alcanzado los bandidos? Recordé de pronto la caída, la piedra, el golpe, y me avergonzó pensar que el culpable de aquella pequeña herida no había sido más que yo mismo. Me incorporé rápidamente, atemorizado de que los malvivientes pudieran encontrarse todavía cerca. Quisiera poder relatar apropiadamente lo que vi (o al menos dar razones adecuadas sobre ello), pero la escena que se reveló ante mis ojos al levantarme me resulta difícil de explicar.

Lo que antes era un crepúsculo se había transformado en un mediodía radiante, y asumí que había pasado la noche y la mañana tendido en el suelo, lo cual contradecía mi sensación de haber cerrado los ojos tan solo un momento luego de la caída. Las horas de sueño me habían parecido un instante más de una vez, pensé, y el golpe posterior a la caída podría haber favorecido el suceso. Sin embargo, eso no explicaba el hecho que, donde antes había un bosque ahora se encontraba un árido páramo, y ya no se veían las montañas a lo lejos sino que el camino transitaba en las montañas propiamente dichas. ¿Era posible que hubiera caído en alguna especie de portal espacio temporal que me hubiera enviado a otro lugar y momento de la historia? Mi mente se resistió fuertemente a la idea, pero eso explicaría el porqué de mi sensación de haber estado en el suelo tan solo unos segundos, sin mencionar el cambio abrupto en el paisaje. A su vez, no me es fácil describirlo, la luz era distinta, más intensa, como si fuera la luz de un sol más joven. No cabía duda de que no estaba soñando, aunque no descarto que todo hubiera sido una alucinación. Por supuesto, a mí no me parecía tal, pero supongo que lo mismo le debe parecer a aquel interno en el manicomio convencido de que es Napoleón.

Me resolví a ir a echar un vistazo por los alrededores, en busca de algún indicio sobre dónde (y cuándo) me encontraba. Poco tardé en descubrir que el camino era el mismo de antes, aunque ciertamente el paisaje era distinto. ¿Podría ser que este desierto se hubiera transformado en un bosque lleno de vida con el pasar de los siglos? La idea se me antojo muy poética, aunque el encanto duró poco al descubrir un cuerpo agonizando en el medio del camino. ¿Sería el hombre que venía huyendo? Me aproximé (siempre sin exponerme) y de alguna manera supe que era alguien distinto. Noté que el pobre respiraba con dificultad.

Cuando iba a acercarme para intentar traer cierto alivio al moribundo, volví a sentir pasos que se acercaban desde un recodo del camino. Regresé a mi escondite, esta vez con extremo cuidado de no tropezarme (me dije que siempre había sido bueno para aprender de mis errores, y me sonreí ante la ocurrencia de que había evitado tropezar, literalmente, dos veces con la misma piedra). El caminante mantenía un paso rápido, aunque sin correr, como de quien llega tarde a algún lado. El atuendo que llevaba me pareció extravagante. Sin embargo, reflexioné, el extraño de otra época era yo.

Fue una escena triste de contemplar. El hombre pasó por un lado, pretendiendo no ver a quien clamaba por ayuda en el suelo. ¿A qué tipo de sociedad retrógrada me habría enviado este portal?

Decidí volver a mi cometido de ayudar al agonizante extraño, cuando vi que otra persona se aproximaba. Tenía un atuendo algo distinto, pero pertenecía a una categoría de algún modo similar a la vestimenta del caminante previo. Mi intuición me dijo que eran religiosos, y eso me ayudó a no sorprenderme cuando vi que, al igual que el otro, pasaba al lado del moribundo acelerando el paso y dirigiendo su mirada hacia otro lado.

Ya me disponía a salir nuevamente de mi escondite cuando noté una sombra que se proyectaba desde atrás mío. No fue pequeño mi asombro al descubrir que no me encontraba solo. No muy lejos mío se hallaba un anciano de cabellos plateados y de aspecto no del todo real.

- ¿No deberíamos ir a ayudar al moribundo? – le dije.
- Me resulta extraño que me pregunte si deberíamos ayudar a alguien en agonía, pero lo que me confunde aún más es que no veo a nadie aparte de usted.

Le señalé el camino tan solo para descubrir, para mi gran sorpresa, que no había ningún ser humano tenido y agonizante. Le expliqué (tanto como pude) que venía de una época más avanzada, y le repetí las escenas que había presenciado respecto al hombre moribundo y los desalmados caminantes. Me dijo que le estaba contando parte de una historia conocida, registrada en un antiguo libro. Pude ver su gesto de contrariedad cuando le dije que en mi época ya no se leían libros antiguos, salvo por algunos estudiosos que se encargaban de analizarlos para exponer sus falacias. Le pedí que me contara la historia, y comprobé para mi agrado que no me había equivocado, los dos caminantes eran religiosos. Le estaba explicando al anciano que no me sorprendía no conocer la historia, puesto que su moraleja era irrelevante en mis tiempos: ya habíamos superado la religión, y con ella, toda su hipocresía.

Me encontraba en medio de mi oda a las maravillas de mi época, cuando sentí unos ruidos extraños a mi espalda. Me di vuelta, y me pareció ver que una figura con un cuchillo (o alguna especie de arma) aparecía por el otro lado de la roca, y comencé a correr tan rápido como me lo permitían mis piernas. Me hubiera reprochado el haber dejado al indefenso anciano solo, pero el hecho es que cuando salí corriendo ya no había ningún anciano al lado mío. Comencé a considerar como más probable mi hipótesis respecto a la alucinación, pero no me era fácil pensar mientras corría por mi vida.

Corrí sin parar. No necesitaba mirar hacia atrás, sabía que mi perseguidor no había cedido ni un metro desde que habíamos comenzado la carrera. Las imágenes se entremezclaban en mi cabeza, pero recuerdo cómo poco a poco la tierra árida cedía lugar a un pasto verde (aunque amortizado por hojas amarillas, rojas y cobrizas que se agolpaban en el suelo). El páramo se transformó en bosque, y me di cuenta de que debía haber estado corriendo horas porque el sol ya se estaba poniendo tras las montañas.

Doblé un recodo a toda velocidad, y divisé a alguien a la distancia. Recordé al anciano, y por un instante mis esperanzas renacieron. Descansaban en su axioma de que el hombre ayuda al hombre. Sin embargo, la excitación duró menos de lo que duraría el rápido descenso del sol en aquellos últimos instantes del atardecer. Clamar por ayuda no hubiera sido razonable. Con espanto descubrí que quien se encontraba plácidamente disfrutando del paisaje crepuscular a la vera del camino no era más que yo mismo.