El héroe olvidado

Es posible que no todos los héroes vistan capas, pero si de algo estoy seguro es que al nuestro siempre le dolió el hecho de no tenerla. Podrá parecer un detalle, ciertamente para él no lo era.

“La gente sufre crisis de identidad en diferentes momentos de su vida” decía. “Pongan por caso un doctor. De niño, practicaba cirugías a sus juguetes. Si bien los juegos quedaron atrás, de adolescente su interés nunca desapareció, y terminó anotándose en la facultad de Medicina. Estudió unos miles de años, y después unos cientos más para especializarse. Se convirtió en un exitoso doctor, y cuando parecía que todo iba bien, quedó sumergido en una depresión. Ir al hospital le era un suplicio, y comenzó a cuestionarse si había tomado en su vida las decisiones correctas. Después de deambular por diversos psicólogos y psiquiatras sin encontrar una solución, ¿sabés qué lo salvó? Su guardapolvo blanco. Un día, al ponérselo, tiene una epifanía y revive sus juegos de la infancia, la felicidad que experimentaba al salvar esos pobres juguetes de una muerte segura. Pero lo que más le sorprendió fue recordar el vivo impacto que el guardapolvo blanco de su abuelo, un médico rural, le había producido. Porque tenía un poder mágico. Cuando su abuelo usaba ese guardapolvo, dejaba de ser su abuelo para convertirse en aquel que salvaba la vida de tantas personas a pesar que a duras penas le alcanzaba lo que ganaba para mantener la suya. La epifanía no duró más que unos segundos. Pero de más está decir que a partir de ese momento, le bastaba echar un vistazo a su guardapolvo blanco para despejar toda duda. Es por eso que todos los héroes deberían usar capas”.

Difícil es explicar luego de tan conmovedor discurso por qué él no usaba capa alguna. He leído a un crítico decir que a nuestro héroe, lo que le sobraba de heroísmo, le faltaba de cordura. Yo no acepto esta explicación. Aunque a decir verdad, tampoco me importa. No estoy seguro de si le faltaba la cabeza, pero a diferencia de aquel intelectual, le sobraba corazón.

Él decía que había venido de otro planeta. Por supuesto, jamás nadie pudo comprobarlo. Lo cierto es que de niño lo encontraron abandonado, y pasó su infancia en diferentes hogares de acogida. Jamás pudieron encontrar a su familia biológica. De más está decir que a él no le sorprendía. “La gente habla de encontrar una aguja en un pajar. Imaginate que en mi caso, el pajar es el Universo”.

A pesar de que era un buen niño, deambuló de hogar en hogar hasta que de adolescente consiguió mantenerse por su cuenta. “No culpo a nadie, ser padre ya debe ser bastante difícil por sí mismo, ni hablar si le agregás que tu hijo es un superhéroe”.

De chico se notaba que tenía una fuerte inclinación por todo lo bueno y todo lo justo. Lamentablemente, no pocas veces terminaba en problemas por haber tratado de ayudar a alguien. “El comedido sale jodido, me decía una de mi tantas abuelas postizas cuando le contaba de mis desventuras”.

Sin embargo, él no se daba por vencido. Le costaba dormir si sabía de alguna situación que estaba mal y que él no había hecho nada para corregirla. Y este fue el principio de su desgracia.

No es difícil darse cuenta que nuestro héroe era una de esas personas de las cuales podría decirse “que el mundo no era digno”. Y como tal, poco tiempo tardó en popularizarse. Esta fama fue su ruina.

Se sabía observado, y esto lo hizo sentirse aún más responsable que nunca por un mundo que percibía roto. Él se consideraba un privilegiado más que un héroe. “Una persona de influencia”, decía. Se solidarizó con la causa de quienes no consumían gaseosa porque era dañina para el ambiente. Un día, caminando por la calle, un adolescente le atacó reprochándole que su padre había perdido su trabajo en la fábrica de gaseosas por la cantidad de gente que dejó de tomarlas cuando la causa se popularizó. Este suceso le impactó gravemente, y a partir de ese momento empezó a consumir gaseosa un día sí y un día no.

Las diferentes causas y demandas no tardaron en acumularse, y nuestro pobre héroe ya no sabía si estaba a favor o en contra de comer chocolate, carne o verduras; a veces consumía vino y a veces se abstenía. Un día estaba en contra del gobierno y el siguiente a favor de las instituciones públicas. Marchaba en contra de la guerra, corría maratones por el hambre, y lo torturaban por la noche las atrocidades que seguramente estaban ocurriendo en algún lugar del planeta.

Al cabo de un tiempo terminó por olvidar que tenía poderes, y ni siquiera recordaba que en algún momento había sido un héroe. Poco tiempo pasó hasta que terminó internado en un hospital psiquiátrico, olvidado por la opinión pública, olvidado por sí mismo.

Pero yo nunca lo olvidé. Lo seguí visitando durante su internación, hasta que un día me dijeron que se había fugado.

Los enfermeros comenzaron una pequeña investigación para saber qué había pasado, pero abandonaron su empresa pronto. Ninguno de los testigos parecía declarar algo coherente.

Indignado, y con mi firme convicción de que el verdadero mal del hombre no es la locura sino la apatía, decidí continuar con la investigación por mi cuenta. Sabía que en su estadía en el hospital nuestro héroe se había ganado el afecto de sus compañeros, y en eso radicaba mi esperanza.

Después de mucho insistir, pude acceder al registro con las declaraciones que habían tomado los enfermeros. Anhelaba poder encontrar algún indicio de su paradero, pero no hallé nada que fuera de utilidad. Con excepción de unas líneas.

Difícil fue contener mis lágrimas al leer que su compañero de cuarto aseguraba que, antes de desaparecer, nuestro amigo le había dicho que necesitaba ir a por una capa.