La silla vacía
Una silla vacía
Retrato de una ausencia
O quizás de mi apatía
1
Ya desde antes de subir las escaleras, estaba claro que algo pasaba. La muchedumbre agolpada en el andén hubiera sido normal una hora antes, cuando la gran masa de trabajadores y estudiantes tomaban el tren para dirigirse a sus acostumbrados destinos. Pero no a esta hora.
Él era también estudiante, pero no uno más del montón. Eso lo llenaba de orgullo. Se consideraba especial, destinado para grandes cosas. Un Raskólnikov postmoderno, le decía su padre. Miguel nunca supo bien a qué se refería. Tampoco le importaba. No veía razón para forzar una relación con alguien con quien no compartía más que código genético.
Con no poco esfuerzo pudo acercarse a un empleado de la compañía ferroviaria. Este, con la monotonía usual de quien ha estado respondiendo la misma pregunta reiteradamente, le explicó que alguien se había arrojado a las vías esa mañana y que todos los trenes estaban demorados hasta que la policía realizara el peritaje requerido. Aparentemente el cuerpo había quedado tan destrozado que no podían reconocerlo, le escuchó decir a un anciano que morbosamente se entretenía acotando cosas a lo que el empleado explicaba.
¿Por qué alguien sería tan egoísta como para hacer eso?, pensó. No era que Miguel fuera insensible. Le importaba mucho el bien mutuo. Cualquiera es libre de quitarse la vida, pero ¿qué necesidad de perjudicar a la comunidad de tal manera al dejar el mundo?
No era un hipócrita. Él mismo había hechos sus sacrificios. La militancia le había costado más de una relación, y ni hablar de cómo había interferido en sus estudios. Pero tenía en claro que no podía priorizar sus intereses personales si pretendía dejar al mundo mejor de lo que lo había encontrado.
Llegó a la fábrica una hora más tarde de lo planeado. Hacía ya un tiempo que la agrupación de estudiantes a la cual pertenecía se había unido en el reclamo al gremio que nucleaba los obreros del sector, puesto que ambas dirigencias respondían al mismo partido. La asamblea estaba avanzada y decidió que sería mejor esperar a que terminara para luego ponerse al día de lo discutido. Suponía que esto tardaría al menos unos diez o quince minutos más por lo que decidió dar un paseo por el edificio.
Entre tantos puestos vacíos, no fue poca su sorpresa al ver a uno de los obreros cumpliendo su rutina diaria. Los días anteriores lo había visto tomar parte en la medida de fuerza. Miguel le preguntó por su ausencia en la asamblea. La respuesta de tono doméstico que recibió no lo convenció en lo más mínimo.
- La situación en casa no da para más. El descuento que me hicieron en el sueldo por los días de paro del mes pasado me está matando, no quiero terminar igual el mes que viene.
- Razón de más para seguir insistiendo en los reclamos.
- ¿No te enteraste que esta mañana arrancaron los despidos? Según escuché, esto recién empieza, y no puedo darme el lujo de quedarme sin laburo.
- ¿No te das cuenta de que lo que está en juego acá no es solo tu laburo, si no el de todos?
- Mirá pibe, no tengo mucha idea de política ni economía, pero no voy a dejar que mis hijos se mueran de hambre.
- ¡No seas exagerado che! Acá nadie se va a morir de hambre. Además, ¿te pensás que vos solo podés darle a tus hijos lo que necesitan? Ahí tiene que estar el Estado para garantizarles la comida, la educación. Te entiendo, tu concepción patriarcal de familia hace que…
- ¡Pibe, no sé qué carajo estas diciendo pero déjame laburar tranquilo!
Miguel comprendió en este punto la inutilidad de tratar de convencer con argumentos a quien el sistema ha alienado fconvenientemente a lo largo de años. Tenía un sano idealismo pragmático. La letra con sangre entra, dice el antiguo refrán, y la patota sindical supo aplicarlo oportunamente.
Decidió volver a su casa en colectivo por más que el tren ya estaba funcionando normalmente. Recordaba que cerca de ahí arrancaba el recorrido, y quizás pudiera viajar sentado. La intuición no le falló, lo esperaba al subir un asiento desocupado.
2
Seleccionó la primer película que le sugirió la pantalla. No quería pensar demasiado, o más bien quería pensar demasiado en algo irrelevante, distraerse. Al cabo de no muchos minutos se convenció de que había elegido bien. Era una película sobre un súper héroe. De esas entretenidas y previsibles, quizás entretenida por ser previsible.
No podía decirse lo mismo de su viaje. Lo habían preparado con tiempo, habían planeado todos los detalles. Ambos eran un tanto obsesivos, y lejos de restarles placer, les daba satisfacción prever cada situación, anticiparse. Pero mantener la mirada al frente tiene sus inconvenientes. Perdés de vista lo que estás pisando. Es al tropezarte cuando ganas perspectiva nuevamente. A veces se ve mejor desde el suelo.
Respecto a su cambio de planes, difícilmente pudiera decir que la situación le sorprendió. No lo esperaba, claro está. Pero cuando su esposa le dijo que se estaba yendo a vivir un tiempo a lo de sus padres, se dio cuenta que era un desenlace lógico respecto a lo que venían viviendo los últimos tiempos.
La película transcurría. El protagonista había perdido sus padres de pequeño. Cierto es que muchos súper héroes tuvieron una niñez trágica. También lo es que muchos niños viven infancias duras y pocos se convierten en súper héroes.
Posiblemente fuera el trabajo. Para algunos, las horas laborales transcurren con la lentitud de una tarde de verano. Para él, los fines de semana eran un suplicio, y las vacaciones un infierno. Estaba poco en su casa, y aun estando ahí, su cabeza estaba siempre en otro lado. Pensó que este viaje podría ayudarlos a recuperar tiempo juntos, y pareció funcionar mientras lo preparaban. Pero pronto se hizo evidente que no sería más que otro viaje de negocios al cual ella se terminaría acoplando.
No lo comprendían, nunca lo habían hecho. Miraba al súper héroe ocultar su identidad, aparentando ser un rutinario empleado de oficina, y no podía dejar de pensar que era su historia. La gente juzga por las apariencias. Donde veían un despiadado hombre de negocios, había una persona que no sabía ya cómo hacer para mantener a flote la empresa y no dejar en la calle cientos de empleados.
Como esa mañana. Tuvo que llamar a algunos de los operarios más antiguos, y pedirles la renuncia. Los conocía de hacía años, buenos empleados, pero ya no podía permitirse pagar sueldos con tal antigüedad. Y justamente como eran buenos empleados, sabía que en su mayoría ni siquiera iban a hacerle juicio. No era la primera vez que tenía que tomar una decisión de ese tipo. Pero donde otros veían un acto de crueldad, él veía la fábrica recuperarse, veía su empresa sosteniendo más familias que antes.
Ya medio adormecido, se sonrojó al ver cuán predecible era el final de la película. El súper héroe estaba en la encrucijada entre rescatar un colectivo escolar lleno de niños, o el amor de su vida que se hallaba en las garras de un monstruo. Pensó en su esposa, sus empleados, la fábrica. Pensó en el súper héroe, que de alguna manera llegaba a rescatar tanto a los niños como a su amada.
Se acomodó para dormir. No había podido cancelar el boleto de su esposa, por lo cual disponía de una butaca extra. En un par de horas, se levantaría, y recordaría haber soñado con la película. Lo que su memoria no le diría era que en su sueño, él era uno de los niños en el colectivo.
3
No recordaba la última vez que había visto las calles a esa hora de la mañana, cuando ya los chicos están en la escuela, cuando los colectivos empiezan a pasar más vacíos, cuando las viejas salen a barrer la vereda antes que empiece a pegar fuerte el sol. A esa hora, él ya estaba trabajando. Pero no hoy.
Si bien la fábrica donde trabajaba quedaba hacia las afueras de la ciudad, cerca de allí se encontraba una pequeña avenida repleta de negocios, que en más de una ocasión le evitaba a la gente del barrio la molestia de ir hasta el centro de la ciudad.
Él mismo a veces había aprovechado a la salida del trabajo de comprar algunas cosas para llevar a su casa, justo antes de que cerraran. Le asombraba en particular unos negocios que abrían hasta las siete de la tarde. Es decir, estaban abiertos prácticamente las mismas horas que la mayoría de la gente trabajaba, ¿quién iba ahí durante el día, entonces? Quizás las amas de casa, quizás los jubilados. O quizás la gente como él.
Le costaba acostumbrarse a la idea. Había trabajado cerca de 30 años en la fábrica. Pero cuando lo llamaron esa mañana, supo que no tenía otra opción que renunciar. Existían opciones, por supuesto, pero no opciones que él siquiera consideraría. Quizás tuviera un concepto de lealtad extraño, hasta enfermo, pero él no iba a hacerles juicio. La fábrica había sido su casa, sus compañeros su familia. La familia que él había perdido.
O al menos así lo sentía él. Llegaba a su casa cada noche, y su esposa lo esperaba con la cena. Compartía la mesa con ella y su hijo, cruzaba algunas palabras, y no mucho más. Estaba cansado. Miraba un poco de televisión, y se iba a dormir. Así era su vida de lunes a sábado.
Los domingos, temprano por la mañana, su familia iba a la iglesia. Él los esperaba con un asado, en las buenas épocas, o con alguna pasta en las no tan buenas. Por las tardes miraba algún partido de fútbol, y si el clima estaba lindo iban la a plaza a tomar unos mates con su señora o jugar a la pelota con su hijo. Era el único día que se sentía parte de ellos. Pero siempre estaba ahí esa distancia, ese saberse lejos aun estando juntos. No los conocía. No lo conocían.
Llegó sin darse cuenta a la estación del tren. Se acordó del trencito que le habían regalado de niño. No era un tren cualquiera, era mágico. Podía llegar a cualquier parte. Con su tren había cruzado el océano, había llegado a la sabana africana. Había saludado a los franceses en la torre Eiffel, y había recorrido la muralla china cuan larga era. Eso fue antes de descubrir que su tren también podía volar, y ya nada lo detuvo de, uno a uno, visitar todos los planetas del sistema solar.
Hay personas que no creen en Dios porque no pueden dar crédito a que un Dios bueno permita que pasen cosas malas. Esa idea siempre le había parecido ridícula. Como si no creer en Dios fuera en algún modo a resolver el problema del mal. El verdadero problema era la bondad. Si existiera un Dios, no sería un Dios bueno, un Dios de perdón, un Dios de segundas oportunidades. Que Dios fuera justo, lo entendía. Pero no le cabía en la cabeza que fuera misericordioso.
Miraba hacia su alrededor, miraba hacia atrás, miraba hacia adentro, y el infierno le parecía razonable. Pero ni siquiera con su tren mágico podría llegar al cielo.
Estaba cansado. Sentía en sus pies la vibración que producían las ruedas al desplazarse sobre los rieles. Veía los vagones transcurrir frente a él como una sucesión infinita. ¿Hacia dónde iban? Estaba claro que él ya no iba a ningún lado. Sin darse cuenta casi, se dejó caer desde el andén.
Un hijo y su madre se sentaron a cenar. El silencio había tomado el lugar de las charlas, y las risas no eran ya sino un recuerdo lejano. Desde hacía algunas noches, alrededor de su mesa, había una silla vacía.